miércoles, 29 de julio de 2009

Consideraciones sobre el haibun: La ensenada



En La Ensenada es digna de destacar la sobriedad y la fuerza expresiva con las que Alfonso Cisneros Cox asume el canon del haibun. Uno de los efectos de sentido más fascinantes de este género tradicional de discurso es el cambio, la alternancia, la sutil modulación entre la secuencia narrativa inicial que crea un escenario figurativo en un paisaje desolado de playa: un ámbito cognitivo marcado por la profundidad de deslumbrantes sinestesias y metáforas, una tonalidad anímica de perfiles nostálgicos, y, de pronto, la irrupción de la breve y poderosa secuencia final del haiku, evento poético que concentra, condensa, sume y acentúa el despliegue anterior. El estilo tensivo del haibun parece ser, pues, el de la ascendencia: la prosa poética de la narrativa inicial crea un “estado de cosas”, homogéneo con un “estado de ánimo”, que prepara la eficaz intrusión del haiku final, que, con muy pocas palabras, produce una suerte de paroxismo estético. La ascendencia tiene como punto de partida la permanencia, la persistencia de un “estado” vivido por el poeta (esos estados marcan la tónica dominante en cada uno de los acápites: el solitario deambular (I), los juegos y aventuras del nosotros (II), los trajines de dudas y angustias (III), ensueños, pesadilla y arrullo (IV). La duración es el núcleo de esos “estados” instituidos por la secuencia inicial. Presuponen una lentitud. Cabría decir que “no pasan”, pueden ser considerados como la pintura de retratos, como la construcción de la identidad de un sujeto de la mira, de un sujeto intencional que, ante todo, es un cuerpo sensible. El evento final del haiku –en la cúspide de la ascendencia- capta a ese sujeto, lo secuestra y lo transforma en cuerpo del asombro. El evento del haiku destruye la duración, pero la ascendencia que la secuencia narrativa previa desarrolla, despliega el tiempo de unos acontecimientos cotidianos, de unas misteriosas aventuras – como aquel naufragio de El Gran Corte -, de unas felices costumbres – como el buceo al Templo de caracoles - o de unas implacables ansiedades. Ahora bien, La ensenada aparece como símbolo recuperado por el yo-poético para denominar su discurso, símbolo espacial, breve juntura curva de orilla, pequeña playa que aloja, que acoge, que captura al inmenso mar. De otro lado, el mar parece meterse a ese recodo de tierra, parece sumirse o acantonarse en él. Ese símbolo espacial de La ensenada queda configurado como ‘habitat’ o morada en la que el poeta toma posición, mágica bahía que detiene y retiene memorias, que abre y cierra una profundidad de afectos. (Quipa significa quédense).

Por: Óscar Quezada Macchiavello


La Ensenada

A la Quipa


I


La ensenada


Por la ensenada recorría las enigmáticas orillas
de la Quipa.
Las olas resonaban una tras otra sorteando malaguas,
boyas, yuyos,
dejando impresas mis huellas sobre la arena.
El aroma del mar despertaba las horas
y el sol laceraba la piel junto a los peñascos
y arrecifes, hacia el reposo de la luz.
Abandonadas, las dunas aparecían tendidas
ante la quietud,
dibujando distintas sombras
que el viento evocaba junto al arrebatador cielo
de la tarde
y fugaces remolinos en la profundidad de la piedra.
Mágicas, aquellas noches estrelladas aún resuenan
en mi conciencia iluminada por centelleantes
lamparines.
Cada verano alumbraba un nuevo amor: eternas
promesas
que sólo conserva la ensenada
y la tinta diluyéndose lentamente sobre el papel.


Sobre la tarde
medusas en el agua:
las olas pasan




A lo largo de la playa


La noche encendía estrellas a lo largo de la playa.
Contaba resplandecientes luceros
que imaginaba como el tesoro de un mago construyendo
imágenes desde el recreo de su excitada mente.
La arena era blanca y más blanca bajo el reflejo
de los ojos,
escuchando en transparentes horas el sonido de las olas.
Una, tres, cinco, siete, quince, iba sumando
hasta que la mirada dejaba de brillar
y volvían a esconderse los astros luminosos.
Así, sumergido en noches oscuras y tenebrosas,
inventé el universo,
entre cánticos de agua y lejanos pensamientos,
como quien va lavando sus heridas.

Noche estrellada.
Al amanecer
conchas blancas




Nido de aves


Un torbellino de plata sacudió la arena abandonada.
Entre aromas giraban pequeñísimas gaviotas
abrazadas al arco iris de luz cambiante.
Caminaba sin rumbo por dunas interminables.
Un viento minúsculo trazaba sus propias huellas
y las aves anidaban sus vientres en perfecto reposo.
La danza peregrina del mar me seducía entre escombros
como la paz que al contemplarla
es deseo de aquel que no la tiene.

Desnuda la orilla
las gaviotas deambulan
peñas ocultas.




Por la luz de la quebrada


Algo perdido suena por la luz de la quebrada.
Aparece en mis pies, en las rodillas,
subiendo hacia la parte más negra de mi cuerpo,
un manto cubriéndose de amarillo, marrón, blanco,
desnudando mi ropa o algún miembro desprendido.
Un zumbido quema el interior de la boca
cuando hablo o dejo de callar,
como el sufrimiento de las piedras perdidas hacia
el horizonte
de tierras invisibles. La sangre de una constelación
vuelve a aparecer dentro de un agujero secreto,
inoportuno
y me despierto entre peces y agallas.
Y duermo profundamente
dejando resonar los antiguos sonidos del mar
o los ancestros ausentes por desiertos despoblados.

En cada ángulo
pregunto tu extensión,
menuda arena




En el desierto


En el desierto las piedras hablan.
No importa que sus preguntas desaparezcan con el viento
o la extremada quietud del horizonte.
Rodeado por dunas, vivía extasiado ante la luz del alba.
Las nubes depositaban las más bellas ofrendas
en las frías aguas de mi cuerpo.
Llegué a poblar palabras con antiguos acertijos
y supe que el deleite consistía en desear el error,
juntar las voces de la noche para contemplar
un nuevo rostro limpio entre las rendijas,
o presenciar la borrosa presencia del mar.
Algo extraño presentí cuando de pronto apareció
una vaga sensación en mi piel.
Ahí nació el poema.

Lo escrito en el papel
lo lee ahora
el agua mansa




Lluvia de estrellas


Llovían estrellas en el cielo como música en el agua.
El espejo de la ensenada iluminaba horas translucidas.
Atrapar la luna con la mano era la más bella ilusión,
aunque su reflejo se desvanezca entre los dedos.
Lográbamos develar el sonido más perfecto del horizonte,
abriendo ventanas de la única morada y el murmullo
de las olas
resonando en la quietud de nuestros cuerpos.
Esperábamos poblar de música las horas de la memoria
y juntar las estrellas reflejándose en el agua.
Pero un quejido de pasos resonó crujiendo por el muelle,
y eras tú caminando bajo la luna, caminando bajo
la sombra,
con tus ojos siempre detenidos.

Cuando callas
todo permanece
pensativo




II



Camino hacia La Tiza


Después de un largo trecho llegamos a La Tiza,
luego de andar interminables dunas y sombras
caminando bajo nuestros pies.
Otros arribaron por mar, eludiendo un fuerte oleaje.
Éramos todos los que éramos después de llegar triunfantes
al desconocido templo de arena y piedra.
Al pie del Cerro Cortado sentimos el imponente desfiladero
de un rostro impenetrable.
En la cumbre reposaba la niebla o el perfil de un cóndor
desteñido por la luz.
Guiados por Angélica, iniciamos el ascenso a las altas
cumbres
de ese inmenso cementerio que extiende el litoral,
por donde duermen nuestros ancestros entre calaveras,
telares, sandalias,
vasos de arcilla carcomidos por el tiempo. Dedicábamos
horas enteras
a buscar prendas insospechadas sepultadas por la muerte.
Después, regresábamos rendidos de tanta caminata
a nuestra morada,
mostrando los trofeos que recelosos ocultábamos
en un altar.
La osamenta de Teodolinda habita en algún lugar secreto
de nuestra casa y sigue siendo nuestra alma protectora.
Los pasos que se escuchan al amanecer son el aura
de desgastadas ojotas,
que a muchos nos despiertan o tranquilamente nos dejan
reposar,
sabiendo que las sombras de los antiguos habitantes
son reliquias que poseemos,
mientras ellos protegen nuestra desconsolada calma.

Gritos de aves...
al fondo ecos
descascarándose




El Gran Corte


Debíamos sortear la baja, deslizamos hacia la cueva
de los lobos
y avanzar amenazantes por la intensa marejada.
Cerca de Piedritas nos esperaba la gran proeza: cruzar
El Gran Corte.
Los pescadores de Pucusana podían hacerlo en pequeños
peque peques
protegidos por llantas desgastadas, sujetas a desteñidas
proas.
Ricardito, Lucho, Fai y Coqui eran los jefes
de la arriesgada expedición,
y la chalana del tío Manuel, nuestro pequeño galeón.
"¿Si los depredadores de nuestra fauna marina podían
atravesar
en sus barcazas el temible desfiladero,
por qué nosotros no?", repetíamos,
al acercarnos cada vez más hacia el vértigo
de la traicionera marea.
Durante ese instante no recordamos nada.
Una profunda explosión estalló y numerosos trozos
de madera
saltaron dispersándose por el aire hacia las peñas
y el continuo estruendo de las olas.
Flotando a la deriva, gritamos nuestros nombres
extendiendo brazos y voces entrecortadas
que poco a poco lanzábamos al vacío,
en tanto, botes extraños se acercaban al rescate.
Durante más de un mes no salimos de nuestra casa
de playa,
y permanecimos recluidos entre libros y tareas
insoportables,
sin hablarnos ni recibir los saludos del tío Manuel,
quien trataba de reconstruir su maltrecha embarcación.

Mar embravecido...
Cómo se lamenta
la cueva de los lobos.




El Cerro Negro


Larga ceremonia de dioses en la cima del Cerro Negro.
Por el despeñadero ascendíamos en búsqueda
de lo inefable,
hacia la punta más aguda de la conciencia.
Pocos lograban llegar a las alturas,
pocos conseguían vibrar escuchando el intenso sonido
de caracolas marinas agitado por el espejismo del viento
rumbo a despobladas ruinas que apuntan al mar
o al desierto.
Desde lo alto del Cerro Negro viaja cruda la pregunta,
viaja el tiempo y la ceremonia de lo invisible
entre aullidos
de lobos, entre ladridos de perros.

Piedra y arena.
Este lugar lo habitan
pensamientos.




Cruzar el boquerón


Cruzar el boquerón era el gran reto.
Pocos lograron atravesar el estrecho sendero
de sus altas paredes de sal.
Cuentan que antaño encontraron cuerpos flotando
a la deriva,
seres extraños descansando
bajo el silencio más oscuro de sus aguas.
Su arquitectura imponente:
un torreón hecho de sombras, desbordaba;
hambrientos lobos de mar, pulpos, bufeos,
merluzas en un paraje pleno de cantos, colores
y un intenso aroma destellante.
Bordeado de peñas y espigones se extendía
el arrecife,
esculpido por olas y la luna reposando
entre estrellas.
Cruzar el boquerón era el gran reto.
Repetíamos una tras otra esa sentencia
junto al bosque marino cantando su extensión.
Por eso, ahora, recorremos la sensación
de lo indecible,
perdidos en lo más oscuro de esta gran ciudad
poblada por bocinas ensordecedoras
y presencias que nos acercan y nos alejan.

Horadando peñas
el mar edifica
templos de luz




Templo de caracoles


La transparencia del agua
nos invitaba a desvelar un mundo sumergido.
Colores y texturas cambiaban con el movimiento
de la mirada,
hasta perderse en el más oscuro silencio.
Internarse en el brillo de sus cristales era recorrer
otros sonidos:
un palacio de corales, conchas, piedras luminosas,
diluidos por movimientos de algas y peces camuflados.
Todo parecía distinto en ese universo de espejos.
Rayas y lenguados ocultos en la profundidad,
por donde juega la marea surcando distintos
recorridos
de un paisaje inconcluso.
Casi todas las mañanas ingresábamos
al profundo templo de los caracoles,
desnudando sus corazones
que uno a uno depositábamos en bolsas de yute
reflejados por un azul intenso.
Luego caminábamos presurosos por la orilla,
sosteniendo nuestro codiciado botín.

Aún cautivos
los caracoles destellan
azul profundo




El padre Romaña


El padre Romaña iba los sábados desde Lurín,
a celebrar la misa semanal. Vestíamos los mejores
atuendos
que el verano tejía para la hora de la consagración.
Discursos memorables incitaban a la meditación
que con asombro comentábamos después
de la eucaristía.
Yo aguardaba en la parte posterior de la terraza,
escuchando la campanilla que algún parroquiano
hacía resonar,
atendiendo en las palabras del sacerdote,
frases que no podía responder.
Después salíamos al malecón en busca de aire
fresco
y breves conversaciones.
Nunca olvidaré el momento en que te vi
por primera vez,
destellando esa extraña y dulce melodía
que hasta ahora no logro tararear.

Noche de verano:
tu silencio apaga
mi silencio




Panchito, el pescador


Remendando redes y limpiando las escamas
de los peces,
Panchito, el pescador, cantaba tangos.
Su sonrisa formaba parte de las olas,
y de sus palabras brotaba el candor de un viejo
navegante,
reflejando en sus ojos el silencio más profundo
del océano.
Merodeaba por la playa afilando su cuchillo
en las peñas, desollando lenguados, corvinas,
tollos, pintadillas.
Almorzaba en mi casa los fines de semana
relatando cuentos
que nacían en el puerto, extendiéndose hacia
alta mar.
En las noches de carnaval nadie bailaba como él,
nadie piropeaba
a las muchachas con arrogancia, coqueteo y graciosa
picardía.
"Mi música es el oleaje de la marea que sube y baja",
repetía entre sorbos de pisco,
mientras continuaba recitándonos su vida
que repentinamente transformaba en canción.

Deambulando
a lo largo de la playa
cantos de alta mar




Tío Antonio


“Tengo tanto y nada; y si tengo algo que decir,
no tengo nada;
y si tengo la palabra, no tengo el tiempo para hablar,
pero tengo todo;
y sin la nada y el tiempo no puedo nombrarte
y, por lo tanto, nada tengo”,
decía el tío Antonio, después de su último trago.

De tanto y nada
se tambalean
las palabras




Canciones y acertijos


Manolo tenía la sabiduría quebrada por una carcajada.
Entre tartamudeos nos ilustraba en literatura, álgebra,
lógica,
reflexiones astronómicas y juegos de azar.
Los lunes: días de lectura; preguntas metafísicas
casi inoportunas sobre textos filosóficos, que ni él
podía resolver.
Los martes: apreciación musical con la tía Chita
escuchando el girar de los discos como gira la luna.
Después, jugar con el balón, como malabaristas,
disparando
al portero que cuidaba su valla construida por remos
de chalanas.
Y más tarde: canciones, acertijos, charadas,
trabalenguas.
Ocultos en los arenales encendíamos nuestros primeros
cigarrillos,
temiendo ser descubiertos por alguna sombra delatora.
En cada casa tañían campanas con sonidos diferentes,
invitándonos
al almuerzo perseguidos por las cariñosas reprimendas
de mamá Adela.
Vivíamos protegidos por la imaginación y la incertidumbre,
escuchando cuentos de terror que nos impedían dormir.
El motor de kerosene, que Fortunato encendía, iluminaba
nuestras literas hasta cerca de la medianoche.
Entonces, empezaba a brillar un viejo candil dibujando
el perfil
de nuestros rostros hacia la danza de las constelaciones.

Viejo candil.
La oscuridad parpadea
en la sombra




Juegos de medianoche


Los cubiletes golpeaban la mesa mezclada por el humo
y el azar.
"Cinco quinas, seis senas, ocho trenes, nueve dones,
cuatro ases, ¡dudo!...", gritaba don Fernando.
Sonaban las bolas blancas y rojas del billarín,
en perfectas circunferencias sobre el paño verde.
El amanecer se nublaba, embriagado por largas
conversaciones
y anécdotas recurrentes que desempolvaba el tapete
azul.
En aquellas madrugadas amanecía el sol esbozando
palabras inconclusas y desarticuladas.
Nos levantábamos rodeados por copas vacías
de martinis,
vasos de whisky y un bosque de botellas de cerveza.
La sobremesa se extendía hasta lo más prolongado
del atardecer.
Después, los carros desaparecían por la ruta
del horizonte
hasta el siguiente fin de semana,
cuando retornaban con nuevas ocurrencias
a poblar la risa y agitar nuestros ingenuos
corazones.

Madrugada:
por la orilla se escuchan
¡risotadas!




III



Escondido en un peñón


Esperaba escribir un cuento en el agua acerca
de la sonoridad
de los pantanos, acerca del sonido del sol.
Rodeado por zumbidos de moscas, espantaba la mañana
sofocada
por el calor. "¿Quién soy?" preguntaba a la conciencia.
"¿Quién eres?" respondía la duda, alejándome
una vez más.
La poesía hace uso de la palabra como vehículo
de verdad
y se desnuda en la boca entre el canto de las aves.
No sabía que alejándome hacia los montes vería
con mayor claridad
la luminosidad respirando dentro de mi cuerpo.
No sabía
que escondido en un peñón escucharía a las sombras
hablándole
al misterio. Paseando por el atardecer sentí la brisa
alejándose
como voces que alguna vez tocaron tu piel
y lavaron tu cuerpo. Por eso sigo preguntando
a la conciencia:
¿quién soy? Y la duda no responde, alejándose
cada vez más.

Las ideas corren
mas mi escritura es lenta:
reflejos en el agua




Hacia la mar


Los pescadores salían a la mar desenredando aparejos
que tendían en el vientre del océano.
Cerros grises y empedrados yacían altivos, y
de sus faldas
descendían pelícanos, patillos, piqueros,
camino al destierro de las peñas.
Erizos, estrellas, lapas, agonizaban pegadas entre rocas
calcinadas
por el sol y pequeñas gaviotas desnudando el infinito
que desciende de las cumbres al oleaje constante
y repentino.
Desde la fauna marina resonó una voz como el gemido
sordo
de un extraño viento surcando las venas de la orilla.
Y un cuerpo herido volvió a estremecer el firmamento
hacia la pregunta de los ángeles perdidos.

Arena dorada:
el silencio de los cuerpos
descalzos




Reposo del océano


Descendió de los farallones un sinnúmero de aves
picoteando la luz envenenada.
No sé si el amanecer era amanecer
o el trasnochar de una sombra a otra.
Un sonido transformó en bullicio el universo
y sólo la escarcha y las heladas fueron palabras
a pronunciar.
Entre millones de ojos, la luz decantó el alba
y crujieron los ausentes corazones
que curan la desdicha con la calma.
El tiempo agonizaba como el parpadeo de una frase
hacia la oración interminable de desconsolados
cuerpos,
Pero el grito penetraba fósiles,
ballenas, peces gigantescos e intrépidas aves;
ahí por donde escuchamos los crujidos de un temible
agujero.

Hacia el misterio
del océano, se desprenden
los piqueros




Los acantilados


Al agua le dolían las pisadas de fugaces gaviotas
ahuyentadas por el tiempo.
Volvían barcas lejanas a dormir junto al atardecer,
desnudando la palabra que bendice la mañana.
Las peñas salpicadas por las olas extendían
el quejido
de la marea y su grito se desvanecía
con la niebla constante que habita los acantilados.
Aves blancas y negras girando en perfecta armonía
volaban hacia el destierro desnudando
esa extensa imagen que congrega la luz y la sombra.
Ahí nacieron las voces fatigadas de los dioses,
ahí durmió mi piel labrada por el sol,
como una mano que te oculta y te abraza.

Lentamente
la noche se acodera
entre las barcas




El eco


Un eco de polvo estalló en las altas cumbres,
que moría con el atardecer y la pregunta no resuelta.
Miraba el océano cada vez que pronunciaba tu nombre
y el misterio fugaz repicando hacia el silencio.
La brisa de la orilla envolvía mi corazón roto,
agujereado,
pensativo, y era la palabra sin respuesta
la única verdad que al sentirla se desvanece.
El eco del polvo volvía sobre mí durante
las madrugadas:
un viento enfermo que no te deja respirar,
como un pájaro muerto
que al abandonarse te despierta.
Entonces se detuvo una voz bajo esa luz descascarada
encendiendo toda la ensenada.

Breve estruendo.
Despierto aún escucho
mi propia voz




Canasto de peces


Traigo en un canasto de peces un libro escrito
por el mar.
Sílabas tendidas a lo largo de la orilla,
limpiando con precisa pulcritud las escamas ocultas
en las peñas.
Un olor extraño a santuario quebrado entre huellas
de arena,
como si fuera el misterio golpeando continuamente
la mente
de un sol tímido alumbrando el pensamiento de una piedra
agonizante.
Traigo en un canasto de peces un libro escrito
por el mar,
un oleaje oculto en mis entrañas.

Sobre el camino
los canastos desparraman
gotas de luz




Detenido


Detenido, junto a las olas que despiertan,
arrincono el paso de los años y esas palabras
que hieren los sonidos y el mar que se agranda
en las olas que pasan y pasan resonando bajo la piel,
mientras las piedras golpean la brisa y el recuerdo
de los nombres fatiga el cuerpo de la niebla
que despierta entre las peñas cuando miro el mar
entre los años, detenido.

Entre la niebla
viaja una ola
que nadie ve




Jugando con guijarros


Multiplicaré las piedras haciéndolas resonar
como quien compone una canción que jamás escucharás.
Jugando con guijarros limpiaré el horizonte
que baña mi cuerpo
y hablaré de sonidos imperfectos a lo largo
de la orilla.
Ensuciaré el cielo con la mirada más inocente
y no preguntaré a nadie sobre nada,
porque mi corazón es la eterna duda
que golpea contra los arrecifes el destino
de la niebla;
porque soy yo el que duerme sobre la arena,
rozando la textura y el resplandor de la madrugada;
porque soy yo el que te habla, el que te grita,
y no puedes responder.

Por el acantilado
vaga el destino
de la niebla





IV



Puertas y ventanas

Abrir puertas y ventanas:
La luz del amanecer entre gritos de gaviotas
y el sonido descolorido de las barcas que suavemente
golpean el embarcadero.
Cerrar ventanas:
El silencio de un dios enjaulado que despierta
desnudando sombras y el perfil de la ensenada.
Abrir ventanas:
Cientos de peces varados en la arena por las aguas,
cubriendo pulcramente el brillante resplandor
de las escamas.
Cerrar puertas:
Mi madre sacudiendo la mañana, sacudiendo el polvo
que se enreda en su piel, y su voz como una campana
resonando por todo el litoral.
Abrir puertas:
Los niños preguntando al mar por su extensión,
cantándoles a las olas,
a los ojos de las piedras, cantándole a la duda,
cantándole a la luna.
Cerrar puertas:
Las horas oscuras de mi padre entre el intenso
olor de las peñas
y esa cueva por donde la noche permanece detenida,
bostezando
como puertas que se abren y ventanas que se cierran.

Puertas y ventanas:
sólo algunas guardan
secretos




Ensueño


Soy parte de las algas sucias abandonadas
en la orilla
envuelto en un hedor que va destiñendo
mi palabra
y me vuelvo sol y salto sobre las estrellas
que me gritan
y sobre las rocas navega y se hunde el aliento
del ahogado
y no puedo salir a la superficie y tiemblo
cada vez más
mirándote con espanto y siento el golpe
de tu rostro
lacerándome la frente, sujetando tus manos
y no puedo tocarte
ni observar el cielo y me revuelco sobre
mi almohada
tratando de respirar y alguien vuelve y su grito
es de sal
y desconsuelo y las conchas que suenan
me ensordecen
y no puedo controlar una avalancha de tierra
y plumas
que trae la paraca que sopla y sopla en el arenal
que me cubre,
que me tapa y no entiendo tu respuesta porque
no tiene pregunta
y gimo y me agoto luchando entre ángeles
cansados
que me zamaquean y me despierta un cristal
que se quiebra
y es la voz de Emilia arrullándome con su ausente
corazón.

Es aquí donde te dejo
invisible punzada
de la noche


No hay comentarios:

Publicar un comentario