Ofrenda
A mi madre
MIRABAS con tres ojos el polvo del jardín.
Traías agua para rociar las flores,
para enjuagar los rostros
y escuchar el sermón vivo
de todas las mañanas.
Las palomas volaban en un canasto
pleno de frutas
a la orilla de las violetas.
Tu voz amanecía como un lirio.
LOS NIÑOS sabían sonreírle a tus ojos de luna.
Tu boca llena de caramelos despertaba
palabras.
Mientras el atardecer jugaba
con tus manos.
Los niños corrían transformándose
con el viento
y se alimentaban junto a tu regazo.
Luego se escuchaba un leve quejido:
la merienda de los pájaros.
ROMPIERON la piñata que guardaba estrellas.
Los gatos resbalaban por la arboleda
ante los gritos festivos
de esas tardes solariegas.
La mesa iluminaba
perlas y esmeraldas
y la calle extendía todo nuestro universo.
El silencio convivía con la voz de ese corazón
que enternece la luz de los ángeles perdidos.
Y tu sonrisa asomaba por la casa
dejando un perfume de jazmines
que la noche envolvía con toda su fragancia.
BORDABAS con la quietud de un cielo calmo.
Bordabas como si escribieras palabras
invisibles,
canciones para dormir.
Un resplandor de rosas en la habitación.
Escuchabas por la escalera
el sueño fugitivo
de los días
y te llenabas de mariposas,
música de organillo,
flores secas y manzanos.
Buenas tardes, saludabas a esa pared
como si fuese un cielo limpio.
Buenas tardes, contestaban,
mientras descendían la escalera, presurosos,
corriendo
hacia los infinitos charcos de nenúfares.
EL VIEJO campanario de la iglesia
no dejaba de sonar.
El licor rojo de los domingos.
La ofrenda del tiempo:
una puerta que se abre y se cierra.
Mi tía dormía como un caracol,
profiriendo palabras que no entendíamos.
Todos tus habitantes estaban marcados
por un halo de luz,
y la esperanza no tenía límites.
Me decían: tu madre sólo tiene ojos para ti
y era la luna blanca que sólo comprendías.
Ahora escarbo con mi pluma
la punta de tu nariz, la ofrenda de flores
que alimentabas con tus manos.
¿Qué sabe la sombra de rosarios, mantillas,
dulces de pan?
¿Qué sabe el mar de las estrellas?
Si sólo escucho el crujido de las seis,
el temor de medianoche.
PESCÁBAMOS hasta el atardecer.
Las redes que recogíamos desprendían
joyas de agua.
La playa era un santuario
con el calmo meditar de las gaviotas.
Eramos los dueños de la ensenada,
de un dios durmiente salpicado entre las olas.
Eramos los dueños del horizonte
llenos de carnadas, peñas, acantilados.
Y así solíamos convivir con el verano
y los mansos pastizales de las dunas.
Cada noche,
seguidos por el destello de un lamparín,
nos cobijábamos hasta dormir entre palabras
como quien deja una ofrenda
en cada uno de nuestros labios.
SUMAS LENTAMENTE las horas.
Cuentas guijarros invisibles:
los manjares del crepúsculo.
El follaje mira al cielo
con la esperanza de un crujido
que no habla.
Recuerdas la amable vejez del mayordomo
apoyándose en su sombra.
La voz de Aura con la noble fatiga
de palabras envueltas entre zafiros
y canciones.
La paz de mamá Adela
con el destello de su larga cabellera
dejando secretos en tu piel.
La voz profunda del mar.
TE AGUARDABA mientras recogías
las últimas horas de tu gran noche.
El norte había cerrado
su puerta de crisantemos.
Y no había de dónde beber.
Las tijeras estaban calladas,
el oro enmudecía en tu piel.
Ni pan, ni leche, para la mesa de las seis
cuando amanecía tu claridad
y yo despertaba oscuro.
ZURCÍAS las medias de los antepasados
al costado de la luna rota.
Trataste de pronunciar tus últimos deseos
y eran escarcha.
El suero como un río interminable
dejaba en tu boca frases de amor permanentes
ahogándose en tu garganta.
Los pinos albergaban con su sombra
esa sombra que dejaste detenida para siempre.
Zurcías mi corazón al costado de las voces
de los antepasados.
Al costado de la luna rota.
DEJASTE TODO en orden:
Las sillas, el cubrecama, los minutos
de la jardinera.
En el piso de la terraza
los azulejos resplandecen como lámparas
incandescentes.
Mis palabras: un bosque por donde se pierde
el canto de las aves.
Mi queja: un cofre de licor.
El frutero de la calle preguntaba por tus breves
caminatas
entre agitadas bocinas de automóviles
llenos de espinas.
En tu última habitación
te arropábamos
con la dulce confesión de un gran silencio.
POR CÚAL ventana huiste.
Al fondo de qué orilla desconocida.
Todo prosigue igual,
sin rumbo,
sangrando hortensias,
buganvillas,
tórtolas ciegas,
abejorros.
Los soldaditos de plomo pestañean
en mis ojos con dificultad.
Tu oración hace guiñar
al esqueleto de la esquina
desgastándose en toda su pobreza.
Por cuál ventana nos dejaste
si el cielo es limpio
y el corazón del sol también.
Agua poblada de murmullos.
Agua pensante.
QUÉ IMPORTA saber
que uno es de carne y hueso.
¿De carne para quién?
¿Los huesos, la arboleda y los musgos
para quién?
El follaje es un canto
que sólo el viento sabe.
El beso,
una falsa melodía.
En el estanque hay peces de colores
y el resplandor de un rostro permanente
que nos mira
desde la profundidad.
UN FRÍO INTENSO recorre tu palabra,
entre el constante sonido de la escarcha.
En el desierto se encienden mariposas
que el viento ocultó en tu cuerpo.
Un frío intenso camina por el cielo.
Como un largo poema que nunca acaba.
Como una estrella que fugó de su cantera.
Las olas revientan hasta que lentamente
se cubren por la bruma.
Escuchando el destino de los desconocidos.
EL MISTERIO es un montículo de tierra,
el travieso juego de un duende silbando
en el corazón de una azucena.
La mancha de una sombra tatuada
en tu cuerpo para siempre.
El sonido de una campanilla,
el reflejo tendido de un charco
al pie de un jacarandá.
Cuando estalló aquella madrugada
y no teníamos nada que decir.
RECOGÍAS las hojas del patio
con extrema pulcritud.
Tu gran santuario iluminaba
un verde palacio donde sólo habitaba
el color.
La música de tus manos
esculpía arbustos, madreselvas, ficus
mientras la voz del jardinero replicaba
como el canto de una alondra
dejando una caricia en el jardín.
Las flores centelleantes
exhalan sus heridas.
Los pétalos: el resplandor del sol
que adormece al pensamiento.
Ermita de frutos, de aves y árboles fantasmas
escuchando la canción de la cigarra.
VEO ENVEJECER la luz de las antiguas
lámparas del jardín.
El día es gris, oscuro
y el cielo un cadáver lleno de huesos.
El viento recorre la oración oculta
de tantas calles deshabitadas.
La puerta está tapiada
como el rostro inmóvil de mi padre,
que solía responder a la bruma
con su vestigio negro,
sus encajes magullados por el tiempo
y su pensativa tos resonando hacia el vacío.
¿A dónde vamos?
Picoteados por el cielo entre viejos agujeros.
LA ALCOBA fresca de duraznos
cubierta de enredaderas
duerme.
El sencillo para el periódico
no comenta palabra alguna.
Las cartas esconden un póker de ases
a lo largo de la mesa.
Era el juego predilecto de la luz
cubierta por el polvo de tu frente.
El vientre agoniza como un viejo cuadro.
Un espejo maltrecho reflejando al mundo
de espaldas.
Qué hora es. No importa.
Fresca como la lluvia,
sólo la lluvia importa.
ELEGIR una hoja de papel
una hoja de papel en la sombra.
Escribir sobre el polvo de un charco,
enjuagarme con el brillo de la lluvia.
Preguntarle a los ausentes por el sonido
del reposo.
Tocar tu frente de agua
sin que escuches el crujir de mis prendas.
Salir, vestir al vacío.
Volver entre el silbido de mis huesos.
Esperar las horas de los antepasados
jugando con sus pequeñas bolsas de arena.
Saber que este edificio es un pedazo de cielo.
Un extenso páramo de cal.
MIRO LA PUERTA de oro.
No esperé que la música se llenara
de tanto silencio.
No esperé que mi sangre conviviera
con una extraña ausencia.
Ahora tus palabras hablan por mi boca,
cada sílaba que repetías con júbilo
y reverencia, como un breve estallido
que desaparecía
y volvía a reaparecer.
Sentado sobre la silla maltrecha,
entre almanaques garabateados y rotos.
Miro la puerta de oro
congelándose como un río en la pecera.
LOS MINUTOS se pierden en la cremación
de una hoguera.
En la suciedad de una alberca.
En la llanura de un patio sin ventanas.
Y esa llave sólo la tienes tú.
Espejo maltrecho donde alguien podría
tocar tu aliento
y perder la mitad de su sombra.
Tu sabiduría se extiende hacia el norte
de los páramos
por un hemisferio que la bulla desconoce.
Aunque sé que estás allí
sólo escucho lo que callas.
SIENTO A LOS DIOSES tocándome en el hombro.
Diciéndome: duerme en el acantilado,
mira el mar.
Murmurando frases sorprendentes.
Guiándome hacia un camino de puertas desconocidas
por donde la hora se sorprende
entre minutos que no son.
Mostrándome un tesoro escondido que no es.
Murmurando una confesión inexistente
que se extingue.
Arropándome con la herida de unos cabellos
tendidos en la hierba.
Cantando una canción que escuché
en tu vientre.
sábado, 5 de septiembre de 2009
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Fonchín, qué lindo poema.
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